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Urbanismo Sostenible

Ciudades para la Gente. DN 19.07.15

Durante buena parte del siglo XX la construcción y el desarrollo de las ciudades, así como las leyes urbanísticas, han pensado en la necesidad de expandir la ciudad con nuevos barrios y ensanches donde construir viviendas, en su mayoría unifamiliares o con bajas densidades, inicialmente con un claro sentido de facilitar nuevas viviendas de precios asequibles a la población trabajadora , pero finalmente con finalidades alejadas de ese principio y más cercanas a cubrir una demanda inducida por el crédito fácil y una vida de película americana. El “movimiento moderno”, años 1930, cuyo máximo exponente es el afamado y reconocido arquitecto suizo Le Corbusier, con el loable objetivo de mejorar las condiciones de vida de la población, elaboró su máxima expresión teórica en los Congresos Internacionales de Arquitectura Moderna (CIAM) y la Carta de Atenas, consagrando el funcionalismo, la zonificación de usos y un nuevo concepto de espacio urbano separado y diferencial en el que desaparece la calle tradicional, densa, ruidosa y desordenada, sustituida por grandes bloques y espacios impersonales, rodeados de zonas verdes, sustituida la calle por amplias vías rápidas, conectadas por autopistas, pensadas para la circulación vial rodada con máxima preeminencia del automóvil privado, espacios uniformes y repetidos, faltos de complejidad.

Esta forma de hacer urbanismo, que ha perdurado hasta nuestros días, con el agravante de que otra muy buena idea, la “ciudad jardín” o “new towns” de Howard, fue convertido en nuevo paradigma del vivir moderno, y las ciudades crecieron imitando el modelo americano de “sprawl” o ciudad dispersa, olvidándose de su originario utopismo y concepción social de urbanismo, comenzó a ser muy cuestionada ya en los años sesenta del pasado siglo por teóricos como Jane Jacobs, en su obra de referencia “Vida y muerte de las grandes ciudades americanas”, que alertaba de la creciente disociación entre el espacio físico (urbe) y el espacio social (civitas), así como la pérdida de complejidad de la ciudad que debe ser pensada y recuperada para la gente, y para ello es esencial la recuperación del espacio público, lo que lleva a pensar en la ciudad tradicional, en la ciudad histórica, pero no convertida en un parque temático para el turismo sino en ciudades para la gente, en palabras del urbanista danés Jan Gehl, en una ciudad vital, segura, sana y sostenible, convirtiendo el espacio público en un lugar vivo, donde pasan cosas, hay relación humana, donde vive la gente, circula a pie, en bicicleta o en transporte público, donde los trayectos son cortos, la densidad alta pero correcta, la vida se hace en la calle, porque allí se compra y se pasea, y no en espacios para el ocio y el comercio alejados de la ciudad, ciudades diseñadas a escala humana, “a la altura de los ojos”.

Este pensamiento, no utópico, sino tan real como la historia de la ciudad europea tradicional, los programas VINEX holandeses, el Berlín o Copenhague actuales; una asunción colectiva de que el desarrollo urbano no puede ser infinito por los costes ambientales y el despilfarro energético que ello conlleva tanto en la edificación como en la movilidad; y, los devastadores efectos de la crisis económica que desde el año 2007 ha arrasado el modelo urbanístico tradicional en España, desde las leyes de Ensanche del siglo XIX pero llevado a su paroxismo al final del siglo pasado, en concreto con la Ley del Suelo de 1998 y su efecto más conocido de la “burbuja inmobiliaria”, han hecho que lo que era una posición minoritaria, la vuelta a la ciudad consolidada, a la ciudad construida como lugar para vivir, la renovación y regeneración urbana, sea hoy el nuevo paradigma del urbanismo, tanto legal, como esperemos que efectivo. El modelo de ciudad tradicional, compleja, mestiza, diversa, multifuncional, donde la calle recobre su función estructural y el espacio público vuelva a ser el protagonista porque es ocupado por los ciudadanos para desarrollar prácticas sociales colectivas como el ocio, la fiesta, el juego o simplemente la relación social, la creatividad o el talento, lugares para sentarse, pasear o andar en bicicleta como medio de transporte habitual, ciudades de bordes suaves, donde pasan cosas entre los edificios, donde la vida fluye lenta pero intensamente por que la gente va donde hay gente, donde puede relacionarse y socializarse.

Estas son las funciones que tradicionalmente han desempeñado los cascos antiguos de nuestras ciudades, a las que el “movimiento moderno”, y un modelo económico, basado en el consumo, el petróleo,- asfalto, grandes infraestructuras, y automóviles- y un sector inmobiliario expansivo como generador de empleo y riqueza, condenó, así como también a los barrios de los años 50 y 60 de “casas baratas”, a un progresivo abandono como espacio residencial, y en muchos casos a convertirse en guetos o en barrios de acogida de la inmigración y de las clases menos dinámicas, reduciendo, en el mejor de los casos, los cascos antiguos a reclamos turísticos, a postales para enseñar, a lugares para la fiesta y el ocio nocturno, pero no para vivir o para comprar, funciones que se llevaron lejos del centro a espacios cuya única función esta esa. Este modelo comenzó en determinadas ciudades a superarse parcialmente a finales del siglo pasado por la “gentrificación”, ocupación de esos barrios centrales por jóvenes profesionales, artistas o ejecutivos que buscaban la centralidad y la singularidad, lo que conllevaban la recualificación, y en algunos casos la excesiva especialización (Barrio de Chueca en Madrid), de esa parte de la ciudad, con evidentes ventajas, pero también con inconvenientes como la expulsión de los habitantes tradicionales al ver como se encarecían los inmuebles y se volvían objeto de deseo por los nuevos moradores que elevaban los precios de locales y viviendas.

Casco viejo Pamplona

Pero esta idea de vuelta a la ciudad construida como el mejor lugar para vivir no se puede lograr solo con leyes urbanísticas, como la recientemente aprobada en Navarra, Ley Foral 5/2015, de medidas para favorecer el urbanismo sostenible, la renovación urbana y la actividad urbanística, sino con el convencimiento y consenso de las administraciones locales y autonómicas, los profesionales que a planificar y construir la ciudad se dedican, las universidades que forman esos profesionales, los agentes sociales y económicos que están implicados en la producción de la ciudad, pero sobre todo de la ciudadanía que entiendan que es mejor optar por un nuevo modelo de vida urbana. Sin ese convencimiento ciudadano, y sin esa pedagogía, las reflexiones teóricas y los discursos de nada sirven. Propuestas arriesgadas, como las peatonalizaciones, los carriles bici, el transporte colectivo, la redensificación y recualificación del centro urbano en detrimento de las viviendas unifamiliares y los centros comerciales periféricos, la mejora de los espacios públicos como lugares donde desarrollar la vida y el ocio, solo pueden ser adoptadas por las administraciones si existe un consenso ciudadano de que ese, y no otro, es el camino correcto para una mejora de la ciudad y de la vida ciudadana. Por tanto el auténtico reto de planificadores y responsables de urbanismo en los distintos municipios para este tiempo “post crisis” es, sobre todo, transmitir una idea de ciudad vital, segura, sana y sostenible que sea compartida por los ciudadanos, para después llevarla a la práctica.

Jesús María Ramírez Sánchez

PUBLICADO EN LA SECCIÓN OPINION DEL DIARIO DE NAVARRA DE 19.07.15

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